Comentario a la conmovedora ceremonia en la solitaria Plaza de San Pedro donde, físicamente, no había nadie, pero estaba abarrotada de corazones unidos al Vicario de Cristo en la tierra, seguramente porque tenemos miedo, mucho miedo. Miedo a nosotros mismos, a perder nuestra propia autosuficiencia y aceptar que dependemos sólo de Dios, que parece que duerme, pero que en realidad está esperando que le digamos con todo nuestro corazón: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿No te importa que perezcamos?". No permitamos que ni por un segundo la tristeza o la desolación empequeñezcan nuestros corazones.
Desde el 28 de marzo de 2005, cuando Juan Pablo II se asomó a dar su última bendición y no pudo hablar por la enfermedad, creo que no se veía algo de este calibre. En aquel entonces, el Papa cansado, se aferraba a la cruz en su último aliento de vida.

1. La presencia del Papa con su sotana sencilla, sin abrigo, sin paraguas, en medio de una tarde bastante fría y lluviosa en Roma. La plaza de San Pedro se encontraba totalmente vacía y, en medio del frío y la soledad, el Papa nos recuerda que Dios no calla y está cercano.

3. La Virgen. Por primera vez en no sé cuántos siglos salió de la Basílica de Santa María Mayor el icono de la Virgen que estaba a la derecha del crucifijo. Aunque protegido por un cristal, igualmente es una obra de más de 1500 años de antigüedad. Como el día en que Cristo entregó su vida, en medio de la soledad y el silencio la única que estaba ahí sufriendo con él era su madre. Qué reconfortante es la presencia de una madre en momentos de dolor, y ahí junto a la cruz, junto a nosotros estaba María representada.

¡Que sigamos teniendo una Santa Cuaresma!