El jueves posterior a la solemnidad de Pentecostés, celebramos la Fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote.
En la última cena, Jesús sabe que inaugura una nueva alianza que se establece con la entrega amorosa y obediente de su propia vida. Es el grano de trigo que cae en tierra y muere. Los granos de uva arrancados de la vid, estrujados y pisados, muertos para que sean vino, que muere en nosotros al beberlo y nos da fuerza y alegría.
Sobre la mesa de la despedida, Jesús se reconoce en el pan y el vino, que muere para que otros tengan vida, e instituye la Eucaristía. Y nos deja el sacerdocio y los sacerdotes como maestros de la Palabra, ministros de los sacramentos y guías de la comunidad. Los sacerdotes, Cristos vivos, son ministros que perdonan nuestros pecados y confeccionan la Eucaristía.
Señor, danos sacerdotes santos, a la medida de tu corazón.
Sacerdotes que nos enseñen las grandes lecciones del Evangelio,
que nos transmitan con la fuerza de su testimonio
los más hermosos valores de tu Reino:
la verdad, el amor, la justicia, la libertad, la bondad, la generosidad y la paz.