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El evangelio de hoy, con la parábola del padre y los dos hijos, es provocativo, pero sigue en la misma tónica de los últimos domingos. Se quiere poner de manifiesto que el Reino de Dios acontece en el ámbito de la misericordia, por eso los pecadores pueden preceder a los beatos formalistas de siempre en lo que se refiere a la salvación. Una parábola nos pone en la pista de esta afirmación tan determinada, la de los dos hijos: uno dice que sí y después no va a trabajar a la viña; el otro dice que no, pero después recapacita sobre las palabras de su padre y va a trabajar.
Lo que cuenta, podríamos decir, son las obras, el compromiso, recordando aquello de que no basta decir ¡Señor, Señor!. El acento, pues, se pone sobre el arrepentimiento e, incluso si la parábola se hubiera contado de otra manera, en la que el primero hubiera dicho que sí y hubiera ido a lo que el padre le pedía, no cambiarían mucho las cosas, ya que lo importante para Jesús es llevar a cabo lo que se nos ha pedido. Sabemos, no obstante, que los dos hijos corresponden a dos categorías de personas: las que siempre están hablando de lo religioso, de Dios, de la fe y en el fondo su corazón no cambian, no se inmutan, no se abren a la gracia. Probablemente,tienen religión, pero no auténtica fe. Por eso, por ley de contrastes, la parábola está contada con toda intencionalidad y va dirigida, muy especialmente, contra los primeros.
El acento está, justamente, en aquéllos que habiéndose negado a la fe primeramente, se dejan llenar al final por la gracia de Dios, aunque esto sirve para desenmascarar a los que son como el hijo que dice que sí y después hace su propia voluntad, no la del padre. Los verdaderos creyentes y religiosos, aunque sean publicanos y prostitutas, son los que tienen la iniciativa en el Reino de la salvación, porque están más abiertos a la gracia. El evangelio ha escogido dos oficios denigrados y denigrantes (recaudadores de impuestos y prostitutas); pero no olvidemos que el marco de los oyentes también es explícito: los sacerdotes y ancianos, que dirigían al pueblo. Pero para Dios no cuentan los oficios, ni lo que los otros piensen; lo que cuenta es que son capaces de volver, de convertirse.
La parábola presenta el desconcierto que el modo de actuar divino puede generar, un desconcierto que indigna y llega a provocar protestas. Nos refleja perfectamente a nosotros cuando, por fuera o por dentro, nos indignamos y protestamos contra modos de hacer de Dios que no se acomodan a nuestros presupuestos y planteamientos; cuando pensamos que Dios trata mejor a otros que, a nuestro juicio, tienen menos mérito que nosotros y, por tanto, no merecen el mismo trato.
Nos olvidamos de lo que Dios ha hecho por nosotros y tenemos celos de lo que hace por los demás, que no es más de lo que nos ha dado a nosotros. Pero siento que yo merezco más, que Dios no es justo.