6 sept 2020

DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO

La Palabra de Dios propuesta por la liturgia orienta nuestros pasos y guía nuestra mente y nuestro corazón hasta el mandamiento evangélico de la corrección fraterna: el profeta Ezequiel proclama la responsabilidad personal, el apóstol Pablo recuerda que en el amor mutuo hunde sus raíces y, por último, el evangelista Mateo enseña a practicarla con el estilo de Jesús.

A menudo –así hay que reconocerlo– eludimos la corrección fraterna, pues decirnos unos a otros con caridad, sinceridad, humildad y libertad aquello que nos puede ayudar a mejorar, a corregir, a cambiar, nos hace experimentar una sensación de malestar, una cierta resistencia. Nos cuesta la corrección fraterna porque nos duele que nos digan y nos compromete el decir. Por eso tantas veces, más que en dinámica de corrección fraterna, entramos en dinámicas de críticas por detrás, chismorreos e incluso difamaciones que lo único que consiguen es dividir a la comunidad.

Si la cruz de Jesús es el centro de la experiencia religiosa personal, también será el centro de la fraternidad que se reúne en su nombre: por la cruz pasará nuestra interrelación. Sólo la cruz de Jesús tiene el poder de juzgar y reconciliar, y si vivo en la escucha humilde y sincera de la Palabra de la cruz, si me dejo «radiografiar» en mi verdad y forjar en la verdad de Dios-Amor, entonces, y sólo entonces, podré ser un instrumento de corrección y reconciliación, libre de cualquier tipo de juicio. Este camino de corrección fraterna evita tanto los excesos de la impotencia como de la prepotencia, excesos –uno y otro– que revelan un escaso sentido de la comunicación y de la disponibilidad para corregir y dejarse corregir fraternalmente.

Pablo VI decía: «La corrección fraterna es un acto de caridad mandado por el Señor [...]. Su práctica obliga a quien la realiza a sacar primero la viga de su ojo (cf. Mt 7,5), para que no se pervierta el orden de la corrección. La práctica de la misma se dirige desde el principio como un movimiento a la santidad, que sólo puede obtener en la reconciliación su plenitud; consistente no en una pacificación oportunista que disfrazase la peor de las enemistades, sino en la conversión interior y en el amor unificador en Cristo que se deriva» (cap. VI). En esta línea comprendemos la grandeza de la corrección fraterna: un instrumento indispensable que ayuda a crecer a la comunidad y a cimentarla en el amor de Cristo.