En efecto, con la venida del Paráclito, los apóstoles recuperan las fuerzas perdidas, renuevan la ilusión y el entusiasmo, aumentan el valor y el coraje para dar testimonio ante todo el mundo de su fe en Cristo Jesús. Ante toda Jerusalén, primero, proclamaron que Jesús había muerto por la salvación de todos y, también, que había resucitado y había sido glorificado, que sólo en Él estaba la redención del mundo entero.
Fue el primer atrevimiento que pronto suscitaría una persecución que hoy, después de veinte siglos, aún sigue en pie de guerra. Porque hemos de reconocer que las insidias de los enemigos de Cristo y de su Iglesia no han cesado: unas veces de forma abierta y frontal, imponiendo el silencio con la violencia. Otras veces el ataque es tangencial, solapado y ladino, la sonrisa maliciosa, la adulación infame, la indiferencia que corroe, la corrupción de la familia, la degradación del sexo...
Ya no cabe lugar para condenar, ni juzgar. Ahora toca dar una palabra de aliento liberadora y mostrar al mundo que Cristo está vivo y que su Espíritu está en nosotros. Y de aquí pasamos de estar en una casa encerrados por miedo, a abrir puertas y salir a la calle llevando el Evangelio con nuestra propia vida, ayudados por la fuerza del Espíritu.
En todo lo que hagas, en todo lo que emprendas, invoca al Espíritu Santo. Él te asistirá, te consolará, te fortalecerá, y verás cómo tu vida cambia cuando recibes en ella la promesa del Espíritu Santo.