Amén de año bisiesto, el 2016 se
presenta como el año de Dios. Para comprobarlo,
basta con darle la vuelta a los números y aparece, clara y nítida, la palabra Dios. Un año bendecido por Dios. De ahí que
su vicario en la tierra, el Papa Francisco, lo
haya declarado año santo dedicado a la misericordia,
que es el atributo esencial de la divinidad.
A Francisco le llaman ya "el Papa Misericordioso", al igual que a Juan XXI, uno de sus iconos, le llamaban "el Papa
Bueno". Y a la misericordia quiere dedicar el año de Dios. Todo un año,
para demostrar al mundo y a los propios católicos que la esencia del Evangelio
es la misericordia. Y que, si la Iglesia no cumple con ese mandato de su
fundador, está traicionando la esencia de su mensaje. Pasar de aduana a hospital de campaña. Y que ese
cambio la gente lo palpe, lo toque, lo experimente, lo viva en sus propias
carnes.
La misericordia es el secreto del éxito
de Francisco, que sabe que algo falla en la institución, cuando es percibida
por el mundo y por los propios católicos más como una madrastra que como
madre. Y, a lo sumo, como madrastra que también hace obras de
caridad, pero sin dejar jamás de querer imponer su doctrina y su forma de ver y
de vivir las cosas.
Francisco es una mente que piensa y un
corazón que ama. Y que lo demuestra. Por eso, sus palabras y su mera presencia
son bálsamo sobre las heridas del mundo. No hay otra clave.
La Iglesia no tiene otra password para
entrar en el corazón de la humanidad.
"Abramos las ventanas de la
Iglesia. Quiero abrir ampliamente las ventanas de la Iglesia, con la finalidad
de que podamos ver lo que pasa al exterior, y que el mundo pueda ver lo que
pasa al interior de la Iglesia", decía Juan XXIII, el Papa Bueno. Cincuenta
años después, Francisco, el Misericordioso, quiere abrir ventanas y puertas. De ahí el símbolo de la apertura
de la puerta santa de la misericordia. Primero, en Bangui. Después, en Roma y en todas
las diócesis del mundo.Porque éste va a ser el primer Año Santo
realmente descentralizado.
La indulgencia plenaria se
podrá ganar en cualquier iglesia del mundo. Y hasta los presos podrán hacerlo,
simplemente cruzando el umbral de la capilla de su cárcel. Y si no tienen
capilla, basta con que crucen el umbral de sus celdas.
Un año jubilar como un faro, que ilumine
los dramas del mundo y deje en evidencia las sombras de la propia Iglesia. Un
año para los pobres, para aquéllos a los que los Santos
Padres llamaban los 'auténticos vicarios de Cristo'.
Para que nadie pueda opacar y silenciar
la tragedia del hambre, de la sed o de la explotación de las masas de
desheredados y descartados de la Historia. Para gritarle al mundo, con más
potencia todavía, que o cuidamos la 'casa común'
o le vamos a dejar un mundo invivible a nuestros hijos y a los hijos de
nuestros hijos.
Un año jubilar para acabar de limpiar la
Iglesia del polvo que en ella se acumuló después del Concilio. Por miedo al
Concilio. Para asumir con lúcida autocrítica que la Iglesia no puede ni debe
ser una instancia de poder, un refugio de elegidos, sino un oasis de acogida,
solidaridad y misericordia. Una Iglesia samaritana,
simplemente samaritana.
Porque, en la misericordia se abrevan
las dos almas o las diversas sensibilidades de la Iglesia.
Si en algo hay
continuidad entre el papado de Benedicto y el
de Francisco, es en la misericordia. De ella decía el Papa emérito que "es
el núcleo central del mensaje evangélico y el nombre mismo de Dios". De la
teología del amor de Ratzinger al "Señor que es todo misericordia y pura
misericordia" de Bergoglio.
Un año, pues, para demostrar y vivir que
la misericordia es el título de los títulos de los seguidores de Jesús. La ley fundamental. Aquélla por la que nos van a
examinar al final del camino: "Tuve hambre y me disteis de comer, tuve
sed..."
Un año de la misericordia para reiterar
que la religión no es un problema para la paz en el mundo,
sino parte esencial de su solución. Para desautorizar a los que manchan con sus
crímenes y tergiversan con sus acciones la esencia de todas las religiones. Porque la máxima ley de todas las
religiones es la misericordia.
La Biblia hebrea instituye el Jubileo en el
Levítico y ensalza la misericordia de Yavé en los salmos. El Islam abre cada una de las 114 suras del Corán "en
el nombre de Dios clemente y misericordioso". El budismo predica la misericordia con la doctrina de
las cuatro moradas divinas: amabilidad, compasión, alegría y ecuanimidad.
Es decir, todas las religiones, bien interpretadas, colocan la misericordia en el
centro de su credo. Incluso para los no creyentes, la misericordia forma parte
del imperativo categórico kantiano de "tratar siempre a los
demás como fin y no como medio". Un año para que todos, ateos y
creyentes, podamos ‘misericordear’. Con la guía del
Papa de la misericordia... y en el año de Dios.
JOSÉ MANUEL
VIDAL